jueves, 13 de mayo de 2010

Retiren a las mujeres vestidas como indias

De paseo por Polanco, las tzeltales Cecilia y Petrona fueron objeto de manifestaciones de rechazo sólo por su apariencia. Esta es la crónica de esa discriminación de baja intensidad

NATALIA GÓMEZ QUINTERO
EL UNIVERSAL
JUEVES 13 DE MAYO DE 2010
NATALIA.GOMEZ@ELUNIVERSAL.COM.MX

Cuando las dos mujeres de no más de un metro con 45 centímetros, de tez morena y con faldas largas color azul oscuro se encaminaron a la entrada de un centro comercial de Polanco, la alerta entre el personal de seguridad privado fue general. Las miradas nada discretas de hombres de traje las vigilaban cada segundo.

Aquello se convirtió en una especie de hostigamiento visual. Parecía que la presencia de Cecilia y Petrona, dos indígenas tzeltales de Tenejapa, Chiapas, representaba la profanación del lugar considerado el fashion hall o pasillo de moda, ese que los publicistas llaman “espacio único al aire libre para las compras de artículos de marcas prestigiadas, entre un equilibrio de belleza y glamour”.

Aquella era una muestra de lo que los académicos llaman “discriminación de baja intensidad”, un fenómeno social muy extendido en nuestro país.
Rompen con la “normalidad”

Para los vigilantes del centro comercial, Cecilia y Petrona rompían con la “normalidad”. En los radio-comunicadores del personal de seguridad se oían las frases: “Atención, dos mujeres vestidas como indias se están tomando fotos a la entrada de la plaza; indíquenles que no se puede; retírenlas”.

Ese fue uno de, al menos, seis actos discriminatorios que las mujeres chiapanecas experimentaron durante un paseo de tres horas por Polanco.

La diferencia la hacía su atuendo y su forma de hablar, características suficientes para reforzar los datos de la primera y única Encuesta Nacional sobre Discriminación en México hecha en 2006, que indica que la frecuencia de discriminación se da en los grupos más expuestos, como las mujeres, los indígenas, los adultos mayores, las minorías religiosas, los discapacitados y las personas con preferencias sexuales diferentes.

Las estadísticas revelan que 42.8% de los mexicanos se han sentido discriminados en el trabajo por su origen étnico y 41.5% relegados en su empleo por su apariencia física.

Cecilia Pérez Girón y Petrona Girón Gómez, de 23 y 29 años, respectivamente, iniciaron su periplo en la plaza de la Ciudadela, donde trabajan y viven con su familia, a la que ayudan a vender prendas tradicionales de Chiapas.

Ahí, justo afuera del mercado de artesanías, comenzó el paseo y también el acoso de miradas extrañadas, e incluso burlonas, de gente sorprendida porque las mujeres vestían trajes típicos: nahua (falda larga con una hilera de flores bordada) y huipil (blusa con fondo blanco y bordados de colores rojos y naranjas).

Ellas abordaron un taxi con rumbo a Polanco, la primera parada de su paseo. Cecilia se convirtió en la guía y traductora al tzeltal. Ella habla español y su compañera lo entiende poco.
El escaneo visual

¿Dónde está la entrada de la plaza?, preguntó Cecilia a un joven del valet parking del lugar. El chico le señaló con la mano las puertas corredizas de cristal. Las indígenas avanzaron y el acomodador de autos no disimuló una especie de escaneo visual hacia las mujeres.

Antes de que entraran, los vigilantes del interior ya sabían de su presencia. Ellas recorrieron los pasillos de mosaico y madera, vieron la ropa de niños y se acordaron de los suyos que se quedaron en Tenejapa, al cuidado de sus abuelas.

Las acompañaban los ojos vigilantes y la alteración contenida de los cuidadores cuando se acercaban a “las otras personas”. Descansaron unos minutos y salieron para continuar con el recorrido. En ese momento, fue justo cuando los vigilantes intervinieron para evitar que Cecilia y Petrona se tomaran fotos con el fondo de la que llaman “exclusiva plaza”.

Su curiosidad por ver lo que se vendía en esos comercios de la avenida Presidente Mazaryk las dirigió a una tienda de bolsas. La chica que atendía el lugar apresuró la llamada telefónica que sostenía para atender a las visitantes.

Temor a lo diferente

“¿Buenas tardes, les puedo ayudar?” No, gracias, sólo vemos”, respondió Cecilia. La vendedora, sin embargo, no se sentó despreocupada a que admiraran sus productos, más bien sus ojos se fijaron de manera directa a las manos morenas que alzaban y acariciaban bolsas.


“¿Este es su precio? Híjole, está carísimo, pero la verdad ni nos gustan, ¿verdad?”, decía Cecilia a Petrona entre risas, al referirse a una bolsa. Salieron del lugar y caminaron por las aceras, viendo aparadores de marcas y diseñadores reconocidos a nivel mundial.

Fueron cuatro calles las que recorrieron hasta llegar a la tienda de un diseñador italiano. Los curiosos tomaban como un show su paso frente a boutiques y comercios de la zona. Había risas sin disimulo y curiosidad por saber qué hacían esas mujeres ahí.

Ningún vestido de los aparadores les gustó. “Son demasiado escotados y otros están muy cortos, nunca me los pondría”, decía Cecilia, quien con la moda italiana sí quedó convencida. Encontró un suéter color hueso con aplicaciones de flores que le encantó.

“Está muy bonito, ¿ese es su precio?”, preguntó. La vendedora, que no cesó en perseguirlas por toda la tienda, sólo asintió con la cabeza. La prenda que le gustó costaba 16 mil 500 pesos.
Causan nerviosismo

Ellas siguieron su camino una calle adelante. Ahí se ubica una joyería de alta calidad. Una mujer y un hombre uniformados estaban en la entrada. “¿Será que podemos pasar?”, preguntó Cecilia. El señor de seguridad volteó a ver a la chica que lo acompañaba. “¿Las dejamos entrar?” Ella alzó los hombros y le dijo “Déjalas pasar. ¿Qué pueden hacer?”

Dentro del pequeño establecimiento, Cecilia y Petrona se dirigieron a ver las pulseras. Una de las vendedoras salió de inmediato detrás del mostrador. “¿Le puedo ayudar en algo, señora? ¿Le puedo ayudar en algo, señora?”, decía cada vez en tonos más altos y un poco desesperada por la falta de respuesta.

Las indígenas no percibieron que les llamaban a ellas. “¿Esta pulsera cuánto cuesta?”, preguntó finalmente Cecilia. Aliviada, la mujer que segundos antes las asediaba, abrió el catálogo que tenía en la mano y le dijo su precio: “3 mil 200”. Sólo se escuchó el “¡Ahhh!” indiferente de quien solicitó la información.

Cecilia fue a otro mostrador donde había anillos, la siguió Petrona y también la mujer de negro.

En el lugar había tensión por la presencia de las indígenas; las cosas se habían salido de su equilibrio; no se comprendía su presencia. La vendedora intentó relajar el ambiente y les preguntó sobre su vestimenta que les atravesaba el vientre con una faja: “¿De dónde es tu amarrado?” “de Chiapas”, dijo Cecilia. “¿De qué parte?” “de Tenejapa…” “Está muy bonito… “¿Están buscando alguna cosa en especial?” “Cuánto cuesta este anillo?”, preguntó la indígena. “Más de 3 mil pesos… ¿Buscan algo más económico, verdad?”, ellas dijeron que sí.
“Las atenderán con todo placer”

Cecilia y Petrona se despidieron. Era el momento de ir a tomar un postre en un restaurante italiano.

Las mujeres se sentaron en las mesas que invaden la banqueta, luciendo su vestimenta tradicional, esa que, reconocen, habitualmente ya no utilizan las generaciones jóvenes de tzeltales y que incluso entre la misma comunidad llegan a ser motivo de burla.

Sólo Petrona tenía puesto el atuendo típico porque Cecilia no tenía a la mano
su huipil. Llegó el mesero, les puso sus servilletas en las piernas pero luego nunca se dirigió a ellas, sino siempre a la reportera que las acompañaba.

—¿Saben sobre la Ley de Arizona que permite a los policías detener a las personas sólo por su apariencia física?

—Sí, esa en que los agarran y los regresan para México. Está bien difícil.

—¿A ustedes las han maltratado por ser indígenas?

—No, nunca —afirmaron las tzeltales.

Durante la estancia en ese restaurante hubo extrañeza entre los meseros e incluso burlas. Cuando el capitán llegó a decir “les dejo a mi compañero que les atenderá con todo placer”, a sólo unos cuantos metros algunos de sus compañeros se rieron.

Pero Cecilia y Petrona nunca se dieron cuenta -o prefirieron ignorar- los desplantes de gente con la que comparten no sólo el color de piel sino también la nacionalidad.

sábado, 8 de mayo de 2010

Secuestros de Estado

Ricardo Rocha
Detrás de la Noticia
04 de mayo de 2010

Si el secuestro implica privación ilegal de la libertad es eso lo que está haciendo el gobierno federal en contra de cientos de ciudadanos mexicanos. Se les detiene ilegalmente, se les acusa ilegalmente, se les procesa ilegalmente y se les encarcela ilegalmente. Son los casos de Jacinta Francisco Marcial, Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio.

Por eso ahora el gobierno calderonista anda con la cola entre las patas a causa de este gigantesco ridículo judicial y mediático. Se les advirtió una y otra vez, pero nunca hicieron caso. Pudieron más la soberbia del poder temporal y la arrogancia típica de los nuevos ricos. Esas que impiden dos actos de grandeza tan simples como profundos: me equivoqué y me propongo enmendar.

El problema es que en los casos de estas tres mexicanas otomíes no había equivocación alguna. Desde siempre, todos —gobierno, policías y juez— supieron que no había delito, que se trataba de una venganza en contra de tres alzadas que se les pusieron al brinco. Un escarmiento aterrorizante para que los pinches indios de Mexquititlán y alrededores aprendan a respetar el poder y las pistolas. Por eso nadie con medio gramo de inteligencia puede creer que se tardaron 5 meses en investigar los hechos del tianguis dominical; en cambio ahora cuadra la versión de que en ese lapso fabricaron la acusación escogiendo como víctimas propiciatorias a tres mujeres a las que creyeron poder pisotear y triturar, sin que hubiera la mas mínima consecuencia. Como ocurre con miles de casos similares a lo largo y ancho de este país agraviado.

Por eso, luego de festejar legítimamente la liberación de Alberta y Teresa tenemos todo el legítimo derecho a plantearle al gobierno federal: ¿Qué van a hacer ahora? ¿De verdad creen que es suficiente con reconocer —qué generosos— el fallo de la Corte? No. Contundentemente no. Si algún rasgo de dignidad quieren rescatar de todo este desastre deberán empezar por ofrecer una gran disculpa pública. Luego intentar la reparación del daño a Alberta, Teresa y sus familiares, aunque nada les devolverá los 4 años de vida en que —ellas sí— estuvieron secuestradas. Pero sobre todo, debiera castigarse a los responsables de ese secuestro de estado. Ahí están: Medina Mora, que era procurador cuando aquellos hechos; el juez —con larga cola de corrupto— Rodolfo Pedraza Longi y, por supuesto, los mentirosos y transísimas seis agentes de la AFI Juan Francisco Melo Sánchez, Jorge Evaristo Preda, Luis Eduardo Nache, Antonio Guadalupe Romero, Antonio Bautista y Jorge Ernesto Cervantes Peñuelas. Sólo entonces se hará justicia.

http://www.eluniversal.com.mx/columnas/83743.html


El racismo en México

Por Agustín Basave

No nos gusta admitirlo, pero en México hay racismo. A contrapelo de una educación pública formalmente indigenista e hispanófoba, y con mucha mayor eficacia, se difunden en nuestra sociedad paradigmas culturales y arquetipos estético eróticos que denigran a la gran mayoría de nuestra población. Contra la visión escrita de los vencidos se impone la historia oral de los vencedores. Los libros de texto gratuitos no han podido contrarrestar el influjo de muchas generaciones de criollos privilegiados, apuntalados por los publicistas y por los guionistas y los encargados del casting de las telenovelas. Ya no se publicita cínicamente a “la rubia Superior” pero se sigue vendiendo la misma fórmula: blancura igual a belleza, inteligencia y riqueza.

El fenómeno se origina en el encontronazo entre dos mundos y sus secuelas. Los españoles derrotaron a los indios y los sojuzgaron, quedando unos en condición de patrones y otros en calidad de sirvientes. Los descendientes de ambos conservaron, en mayor o menor medida y salvo pocas excepciones, esos papeles. Durante más de cuatro siglos quienes han acaparado el dinero y la educación tienen pinta de europeos, y los que han cargado con la pobreza y la ignorancia se parecen más a los indígenas. Ante a esa realidad, tan lacerante como ostensible, la discriminación y el complejo de inferioridad proliferan. No es fácil para los mestizos desechar las pretensiones de los criollos de ser los poseedores de la virtud absoluta, cuando los hechos con los que se topan en su vida cotidiana les reiteran que siguen perdiendo la batalla por los mejores espacios socioeconómicos, políticos y culturales. Entre los desfavorecidos hay quienes se dan cuenta de que el terreno de juego no es parejo, de que no hay igualdad de oportunidades, pero muchos otros simplemente se allanan a la injusticia. Desarrollan así aspiraciones antinaturales y caen consciente o inconscientemente en la frustración.

El tema es tabú. A los mexicanos nos gusta pensar que no somos racistas, que ése es un estigma de otros países. Pero la verdad es que aquí el racismo no sólo existe sino que en cierto modo es peor que el que prevalece, por ejemplo, en Estados Unidos o Europa, porque allá se trata de mayorías que discriminan minorías mientras que aquí es a la inversa. Sí, tenemos una suerte de apartheid informal cuyas bases no son las leyes sino las reglas no escritas. Y es que permanece la correlación entre raza y clase que Andrés Molina Enríquez describió en Los grandes problemas nacionales: casi todos los criollos somos burgueses y casi todos los burgueses somos criollos, como en su inmensa mayoría la población indomestiza y el proletariado son lo mismo. Y esa inequidad es causa y efecto de los más destructivos, nefastos y estúpidos prejuicios.

En México el criollo es rico y el indomestizo es pobre. Si observamos nuestra pirámide social podemos apreciar la correlación: el vértice lo monopolizan los mexicanos de raza blanca, cuyo número disminuye conforme baja el ingreso en la misma proporción en que aumenta, hasta colmar la base, el de los mexicanos morenos. Quien niega esta realidad aduciendo la dificultad de distinguir unos de otros se engaña a sí mismo. Es evidente que en las élites partidistas, empresariales y hasta sindicales predomina el criollaje. El fenómeno es un poco menos obvio en la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, en la cúpula militar, porque afortunadamente nuestras Fuerzas Armadas no tienen la raigambre aristocrática de otros ejércitos latinoamericanos. Pero aún en esas dos instituciones las excepciones confirman la regla.

Ahora bien, denunciar nuestro racismo presupone demostrar que aquí la pigmentación cutánea y la fisonomía inciden en el ascenso social. Y es que habrá quien argumente que las causas de la segregación mexicana son meramente históricas, que se limitan a la continuación de la división socioétnica que mencioné anteriormente. El argumento es endeble, sin embargo, porque lo que distingue a una sociedad de clases de una estructura de castas es precisamente la capilaridad. En cualquier país capitalista es difícil que una persona nazca pobre y muera rica, pero la dificultad es menor si no hay barreras de discriminación racial que desnivelen más la cancha de las oportunidades. Y creo que es evidente que en México los indomestizos, por el sólo hecho de serlo, tienen una desventaja que los criollos sólo experimentamos las pocas veces que nos toca padecer la otra cara de la moneda racista.

Podría decirse que algo similar ocurre en Estados Unidos y en Europa, y es verdad. La diferencia es que allá, además de pobres negros, asiáticos o latinos, hay muchos pobres blancos; de hecho hay ocasiones en que la única forma de distinguir en un restaurante caro a un mesero de un comensal es la ropa que uno y otro traen puesta. Aquí no. Cuéntense en los comederos elegantes de México los clientes mestizos y los empleados criollos, o cuéntense en los barrios proletarios a los vecinos criollos y en las colonias de lujo a los residentes mestizos. Sobran dedos de la mano. Y el ejercicio puede realizarse en cualquier ciudad del país, porque la migración ha borrado la supuesta diferencia entre el México conquistado del sur y el México colonizado de norte.

Entre muchos mexicanos la palabra “indio” sigue siendo un insulto, sinónimo de hombre incivilizado o tonto. Las etimologías del vocablo “naco” están asociadas al mundo prehispánico. Y en la sexualidad, nuestros paradigmas estéticos son mediterráneos o nórdicos, no mestizoamericanos. Cuando la soberbia ignara lleva a decir que una mujer “tiene tipo corriente” o “parece sirvienta” quiere decirse que posee facciones indígenas, y si se califica a un hombre como “distinguido” es porque tiene rasgos norteamericanos o europeos. Peor aún, en la advertencia a quienes buscan ciertos empleos (“se requiere buena presentación”) el mensaje implícito es que a mayor aspecto caucásico mayores probabilidades de obtener el trabajo. Y qué decir de aquellos letreros de “nos reservamos el derecho de admisión” que se despliegan en centros nocturnos; pregúntese en corto a quienes aplican el filtro si el color de tez de los candidatos a entrar influye o no en su criterio.

Conste que hablo de un mal de muchos. He aquí lo más grave de nuestro racismo: ya no sólo se incuba sólo en la minoría criolla sino incluso dentro de la mismísima mayoría mestiza, lo cual explica nuestro complejo de inferioridad. Que un criollo celebre a un inmigrante por su blancura y no por sus cualidades aduciendo que “hay que mejorar la raza” es una señal de imbecilidad, pero que lo haga un mestizo es un síntoma de degradación social. Y eso sucede con mayor o menor disimulo. Se trata de una interpretación de la realidad que se ha popularizado: aunque la historia oficial exalta al indio muerto por el esplendor de sus civilizaciones, las reglas del social-climbing vilipendian al indio vivo por su miseria. Se ha inculcado así en algunos mestizos una pulsión aspiracional que los hace soñar no sólo con ganar más dinero sino también con blanquear su descendencia, como algunos orientales anhelan operarse sus ojos rasgados para parecer occidentales. Si eso no es un instinto autodestructivo, no sé qué sea.

México es un país habitado por una mayoría mestiza. En el mestizaje cultural reside el germen de nuestra identidad y de nuestra grandeza, aunque les pese a algunos multiculturalistas. Es autodenigrante que nuestra televisión y nuestros referentes sociales privilegien, a veces más que los europeos o norteamericanos, arquetipos de minorías, y es absurdo que haya quien piense que la población criolla es más bella o inteligente que la indomestiza. Hace más de medio siglo se superaron las falacias de que la raza es la variable que determina el progreso humano y de que hay grupos raciales superiores e inferiores. Mientras persistan entre nosotros esos prejuicios y nos empeñemos en mantenerlos como el secreto mejor guardado vamos a alentar el suicidio nacional. La solución es resolver nuestra crisis identitaria y cimentar la autoestima de nuestro pueblo mediante la educación, la formal y la informal. Sólo así podremos acabar de una vez por todas con el racismo mexicano.