jueves, 19 de mayo de 2016

Alfabeto racista mexicano (II)

Podemos encontrar registros racistas en el idioma, en el reparto desigual de los bienes materiales e, incluso, en los relatos históricos. El principal peligro del racismo es que acentúa todas las demás formas de discriminación.

| Diccionario Racismo


Segunda entrada de la serie.

Ch de Chino

Aunque los chinos, originarios del país asiático han sido tal vez las principales víctimas de la violencia racista en México en el siglo XX, este tema se abordará en la S de “Sinofobia”. En este artículo hablaremos en cambio de otros seres humanos que fueron llamados “chinos”, las personas de origen africano que llegaron a México en el periodo colonial y cuyos descendientes constituyen hoy un grupo generalmente ignorado de la población nacional.
El término chino, como zambo, lobo, coyote o mulato se usaba en esos tiempos para referirse a las personas de extracción africana. Pocos recuerdan que entre los siglos XVI y XVIII llegaron a México decenas de miles de esclavos africanos, tal vez más que los inmigrantes europeos. Según las estimaciones de Gonzalo Aguirre Beltrán, en 1740 vivían en la Nueva España el doble de africanos que de españoles (veinte mil contra diez mil) y los que él llama “afromestizos” eran casi medio millón, un mayor número que los mestizos hijos de indígenas y españoles (Aguirre Beltrán, Gonzalo, La población negra en México, un estudio etnohistórico, México, Fondo de Cultura Económica-Universidad Veracruzana-INI, 1989).
Por su condición de esclavitud, los africanos fueron el sector más despreciado y discriminado de la sociedad novohispana, aunque muchos consiguieron la libertad de sus hijos gracias a matrimonios con mujeres indígenas. Los resultantes chinos y mulatos, conservaban, sin embargo, el estigma de su origen africano, que se consideraba imborrable.
Las personas de origen africano (mezcladas o no) eran altamente visibles en la sociedad novohispana: como capataces de los indios y de los otro esclavos, como arrieros, como pequeños comerciantes. Dos de los más importantes dirigentes de los ejércitos insurgentes pertenecieron a este grupo: José María Morelos y Vicente Guerrero.
Sin embargo, cuando los gobiernos del México abolieron la esclavitud y las distinciones legales que segregaban a los mulatos y los africanos del resto de la población, los “negros” se hicieron casi invisibles en el mapa social de nuestro país. Muchos de ellos han seguido viviendo hasta hoy en las comunidades costeras de Veracruz, Oaxaca y Guerrero; otros se integraron a la creciente “plebe” definida como “mestiza” que incluía también a indios que habían abandonado sus pueblos y a “blancos” pobres.
Para fines del siglo XIX, pocos recordaban la existencia de las personas de origen africano en nuestra población. Forjando patria, el himno al mestizaje mexicano escrito por Manuel Gamio en 1916, no menciona una sola vez la existencia de este grupo humano.
Fue hasta mediados del siglo XX que Aguirre Beltrán “descubrió” el pasado “negro” de México y clasificó a las personas de origen africano grupos como “afromestizos”, afirmando que debían mezclarse con el resto de la población nacional.
En la actualidad, los mexicanos que se definen a sí mismos como “afrodescendientes” son víctimas de todo tipo de discriminación racial. La más grave es la duda de que sean realmente ciudadanos de nuestro país. Por ello, es frecuente que se les pidan papeles para acreditar su nacionalidad y ha habido casos de mexicanos que han sido incluso deportados por tener la piel “negra”.
Los afrodescendientes mexicanos buscan hoy darse a conocer como integrantes de pleno derecho de nuestra nación y pugnan por el reconocimiento constitucional de su existencia y de sus derechos.

D de Discriminación

Podríamos afirmar, sin exagerar, que en nuestro país lo único que no discriminamos es la discriminación misma. Los mexicanos somos practicantes continuos e incansables de un auténtico arcoíris de prejuicios: desde el desprecio a las mujeres, a los homosexuales y a las personas transgénero, pasando por el cultivo de todo un folclor despectivo contra “nacos”, “negros”, “argentinos” y “chinos”, hasta los menosprecios a los más pobres y la exclusión a quienes practican religiones diferentes o hablan distinto. En nuestro humor y nuestra vida cotidiana no desperdiciamos la oportunidad de ofender y menospreciar a todas y todos los que son diferentes a nuestro modelo de masculinidad mestiza y acomplejada, hispanoparlante y prepotente. De hecho, hasta nuestros machos son objeto de escarnio si no lo demuestran suficientemente por medio de… la práctica de más discriminación.
El reciente caso de Andrea Noel, quien sufrió un ataque sexual en las calles de la Ciudad de México y luego fue agredida en las redes sociales y amenazada en la vida real por atreverse a denunciarlo, es evidencia de cómo la discriminación contra las mujeres se transforma con espeluznante facilidad en agresión y violencia.
Claro que muchos aducen que esto no es racismo, que despreciar a las mujeres y a los menos favorecidos socialmente, negar derechos a los miembros de “sectas” protestantes, burlarse de los acentos diferentes, es pura y llana intolerancia o clasismo, como si eso fuera menos grave. Cuando la antropóloga Eugenia Iturriaga denunció las prácticas racistas de las élites de la ciudad de Mérida, la justificación de algunos fue que ellos desprecian a las personas por sus apellidos, no por su color de piel (como si los apellidos en Yucatán no fueran producto de toda una historia de diferencia racial). Una escritora afirmó incluso que los grupos encumbrados a los que ella se adscribe no son racistas porque tratan muy bien a su servidumbre.
El peligro es que el racismo acentúa todas las demás formas de discriminación y clasismo, en una espiral de desprecio y agresión. Si el pobre, además de pobre es moreno, más razón para ningunearlo. Si las mujeres son marginales y su aspecto físico no “aspiracional”, corren el riesgo de ser devoradas por una de los vórtices de feminicidios que asuelan nuestro país sin que a nadie le importe. El etcétera es tan largo que llenaría otro alfabeto de exclusión, odio y violencia.
México no vive bajo un régimen “multicultural” ni es presa de la “corrección política”, como lamentan algunos. Vivimos bajo la tiranía de la “multidiscriminación” racista, sexista y clasista. La defensa de este régimen sin correcciones se ha convertido incluso en asunto de orgullo nacional. En 2005 cuando los estadounidenses criticaron a Memín Pinguín por su representación abiertamente estereotípica de los rasgos raciales africanos, tanto funcionarios como intelectuales salieron a la defensa de nuestras burlas raciales, afirmando, como la escritora yucateca, que eran formas mal comprendidas de amor fraterno.
Nosotros somos así, como decía Bef con ironía: nos gusta burlarnos de los que son diferentes, pero lo hacemos con afecto, porque no somos de ninguna manera racistas; simplemente no toleramos las diferencias. Esa es nuestra idiosincrasia.

E de Español, lengua nacional

Desde la segunda mitad del siglo XIX, México ha vivido una situación excepcional en su larguísima historia: un sólo idioma, el español, se ha convertido en la lengua mayoritaria del país. Antes, el náhuatl era probablemente la lengua más hablada y en el territorio nacional se usaban centenares de otros idiomas.
Esta unificación lingüística de México no sucedió por azar: fue una imposición deliberada del gobierno que forzó a la mayoría del país a adoptar una lengua que no era suya. Las leyes se escribieron solo en español, que fue utilizado de manera exclusiva en periódicos, radio y televisión, así como en la vida política y económica. También se convirtió en el único vehículo de la educación: en las escuelas públicas, los niños que habían aprendido lenguas indígenas en sus casas, eran objeto de burla, escarnio e incluso castigos físicos si continuaban hablándolas. Muchos padres no enseñaron lenguas diferentes a sus hijos porque sabían que hablarlas los convertiría en objeto de desprecio y de discriminación. Desde hace 150 años cualquier camino al ascenso social en México pasa por hablar español, considerado sin razón alguna como la única lengua civilizada y moderna.
Pese a esta intolerancia lingüística, México sigue siendo y no dejará de ser un país plurilingüe. El día de hoy más de diez millones de ciudadanas y ciudadanos tienen una lengua materna diferente al castellano y hay también más de diez millones de personas de origen mexicano en Estados Unidos que hablan inglés. De hecho, el número de mexicanos que no hablan español como su primer idioma está creciendo, en vez de disminuir.
Lamentablemente en nuestra cultura oficial se sigue practicando una discriminación feroz contra quienes no “hablan bien” el español. La lengua se ha hecho sinónimo de nacionalidad y de patriotismo. Hace unos años, un comentarista ilustrado negaba a otro ciudadano la posibilidad de ser “realmente mexicano” porque hablaba con acento extranjero:
habla un idioma que, por supuesto, ya no es chino; pero que mucho menos es español. Con oírlo hablar 30 segundos sale uno de dudas y se establece el diagnóstico: este no es mexicano, pero ni a mentadas de madre.
Esta procaz defensa de la integridad “nuestro” idioma y nuestra nacionalidad demuestra con qué facilidad la intolerancia en el idioma deriva en el abierto racismo. Lo mismo pasa con el prejuicio que afirma que los indígenas hablan “mal español” (sin entender que lo hablan como segunda lengua) y que, por lo tanto, los considera ridículos y menos capaces que los hablantes nativos de castellano, en vez de reconocer la riqueza cultural y lingüística que tienen. La lingüista hablante de mixe Yásnaya Aguilar ha criticado con lucidez estos prejuicios.
Lo más grave es que la intolerancia a nombre del español está en ascenso. Un artículo en la reciente ley de telecomunicaciones pretende imponer la “lengua nacional” (dando por sentado que es el español, desde luego, no el mixteco o el triqui) como la única que se puede emplear legalmente en radio y televisión, fuera de las áreas indígenas. Afortunadamente la valiente labor de Mardonio Carballo logró un amparo en la Suprema Corte contra esta legislación abiertamente discriminatoria.
En este contexto, me parece indefendible la iniciativa para convertir el español en el “idioma oficial” de México, una medida que no servirá para nada más que para profundizar la discriminación contra los millones de mexicanos que hablan otros idiomas y para perpetuar la identificación cada vez más falsa entre ser mexicano y hablar esa lengua.
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