Pedro
Salmerón Sanginés
La
historia del siglo XX (1914-1989) parece marcada por cataclismos: guerras
totales, holocausto, totalitarismo. Se abrió con una guerra de magnitud nunca
vista y se cerró con el estrépito mediático que anunciaba el fin de las
utopías, el fin de la historia y el triunfo definitivo de la sociedad de
mercado y del liberalismo. Como resultado, para quienes no han elegido el
desencantamiento resignado o la reconciliación con el orden dominante, el
malestar es inevitable. Probablemente la historiografía crítica se encuentre
hoy bajo el signo de ese malestar. Hay que tratar de volverlo fructífero (E.
Traverso, La histo r ia como campo de batalla, FCE, 2013, p. 31).
Para
hacer fructífero el malestar hay que entender críticamente los cataclismos del
siglo XX: sólo así podremos evitar la tentación de repetirlos con resultados
que podrían ser peores. Para ello, es necesario denunciar los resabios y el
resurgimiento del fascismo en México: desde apologetas del nazismo que siguen
dando cursos de formación en el PAN, hasta grupos que adoptan, consciente o
inconscientemente, fundamentos ideológicos y culturales del fascismo.
Los
más consistentes estudiosos del fascismo (incluida su variante extrema,
alemana) han señalado varios elementos ideológicos claves: la visión monolítica
de la nación fundada en la raza; el rechazo a la democracia y la igualdad; la
idea de fuerza, el principio de autoridad y, naturalmente, las definiciones
negativas, pues sus valores exigían su antítesis, que derivaban en la condena
de la alteridad: la alteridad de género de los homosexuales y las mujeres que
no aceptaban su condición sometida; la alteridad social de los criminales; la
alteridad política de los anarquistas, comunistas y subversivos; la alteridad
racial de los judíos y los pueblos colonizados. Todos eran degenerados. El
judío personificaba, como tipo ideal ese conjunto de rasgos negativos.
Judaísmo, homosexualidad y feminidad eran las figuras negativas por excelencia
que permitían a la estética fascista elaborar sus mitos positivos (Traverso,
pp. 111 y 112).
El
racismo, pues, es la piedra de toque del nazismo y de los imperialismos
modernos: A. Hochschild ( Para acabar con todas las guerras, Península, 2013)
muestra que el discurso imperial británico previo a la Gran Guerra no le pide
nada al discurso nazi. No en vano, como Traverso muestra, para algunos
historiadores actuales el holocausto no es un evento único, sino el traslado a
Europa de lo que los europeos habían practicado en otros continentes y contra
otras razas desde el siglo XVI; aunque otros historiadores reivindiquen el
carácter único del holocausto. El nuevo racismo, que desembocaría en el
holocausto, se trasladó a una Europa en que la guerra total (1914-1918) había
banalizado la violencia y brutalizado a la sociedades, acostumbrándolas a la
masacre industrial y a la muerte anónima masiva (Traverso, p. 114).
La
historiografía crítica reciente ha encontrado las raíces intelectuales del
fascismo en la fusión, a fines del siglo XIX, de distintas corrientes de
pensamiento que, entre otras cosas, rechazan la ilustración y el marxismo, y la
dicotomía entre izquierda y derecha: en Francia, sostiene Z. Sternhell, el
fascismo nace de la fusión de una derecha populista y una izquierda
nacionalista, que desemboca en una nueva forma de socialismo nacional, que
recupera el darwinismo social, el racismo, el antiliberalismo y el
antisemitismo, la antidemocracia y la crítica a la modernidad fundada en el
argumento de la decadencia. Para que estos elementos se fundieran y dieran vida
a partidos capaces de tomar el poder en Italia y Alemania, hacía falta el
matraz de la Gran Guerra y sus niveles de destrucción, así como la aparición
del desafío bolchevique.
Dos
de estos elementos son militantes, agresivos, radicales: el racismo convertido
en antisemitismo (lo que nos debe llevar a discutir el holocausto), y el
anticomunismo. El anticomunismo confirió al nazismo un carácter de religión
civil en guerra de cruzada contra el enemigo. Pero no nos engañemos: a pesar de
su retórica revolucionaria, para llegar al poder, los fascistas se aliaron con
las élites tradicionales y la gran burguesía: su conversión en gobierno siempre
implica cierto grado de ósmosis entre fascismo, autoritarismo y conservadurismo
(Traverso, 131).
Esos
elementos definen al fascismo. Hay que recordarlos con precisión, porque en
México el malestar y la desesperación han propiciado el crecimiento de
actitudes fascistas, no sólo en la ultraderecha, a la que son consustanciales;
sino en cierta izquierda y en grupos o individuos que niegan la importancia de
la dicotomía izquierda-derecha. Me parece urgente que los señalemos, porque
sabemos adónde conducen el fascismo y su retórica. Trataremos de hacerlo.
psalme@yahoo.com
Twitter:
@salme_villista
http://www.jornada.unam.mx/2014/05/05/politica/002n1pol
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