Fernando
Camacho Servín
Periódico
La Jornada
Lunes
5 de mayo de 2014, p. 4
¿Y
tú qué estás haciendo aquí?
La
pregunta me dejó mudo. Sobre todo porque es evidente que lo único que estaba
haciendo ahí –en la banca de un camellón– era estar sentado, sin mover un solo
músculo. Si no tuviera puesto un traje huichol, no sé si alguien me habría
cuestionado de esa forma.
De
pie frente a mí, el agente de policía F. Zúñiga –así dice su placa, aunque la
traiga al revés– no me quita la vista de encima en espera de mi respuesta. No
sé si es porque mi disfraz no lo convence o porque mi apariencia no encuadra en
el paisaje dominical de la colonia Polanco.
Pasan
los segundos y yo sigo sin saber qué contestar. Lo único que sé es que a su
modo, sin querer, es él quien me está ayudando a responder la pregunta que me
trajo a esta banca: ¿los mexicanos somos racistas?
Si
hubiera hecho una encuesta sobre el tema para escribir un reportaje sobre el
Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial –que se
conmemora cada 21 de marzo–, algo me dice que todos habrían contestado con un
rotundo no.
Por
eso, la mejor idea que se le ocurrió a este reportero fue conseguir un traje
indígena –amablemente rentado por el artesano wixárika Jesús Carrillo– y
caminar por las calles de una de las zonas más ricas y exclusivas del Distrito
Federal.
Luego
de un viaje en Metro, donde paso casi totalmente desapercibido, llego a la
avenida Homero a esperar al fotógrafo que me acompaña en este experimento.
Antes de 15 minutos, F. Zúñiga se me acerca para preguntarme de dónde es mi
traje, y cuando le contesto huichol, hace un gesto de admiración enfatizado con
el pulgar arriba.
Pero
la simpatía acaba en un segundo porque de inmediato me suelta a bocajarro: ¿Y
tú de qué la giras? Me llama la atención que me tutée casi con altanería, como
si me conociera.
Se
me ocurre decirle que soy artesano, pensando que su curiosidad va a terminar
ahí, pero en vez de eso se suelta con un interrogatorio en toda regla: ¿De qué
trabajas?, ¿en dónde vives?, ¿de qué estado eres?, ¿hasta qué año estudiaste?
Mientras
atiende mis respuestas inventadas, el policía escucha en su radio la
advertencia de un compañero de que en los alrededores hay un sujeto del sexo
masculino con un tatuaje. Parece que ya somos dos sospechosos en la misma
cuadra.
Cuando
llega la pregunta de ¿y tú qué estás haciendo aquí? y finalmente contesto
esperando a un amigo, aparece el fotógrafo y nos esfumamos.
La
siguiente parada es en Plaza Antara. Al caminar por ahí, viendo los
escaparates, siento las primeras miradas de curiosidad –algunas discretas y
otras descaradas–, pero también de desprecio y de burla.
No
escucho un solo insulto, pero percibo la incomodidad de muchos. Dos edecanes de
una tienda de ropa, que le ofrecen, con una sonrisa de oreja a oreja, bolsas
con un obsequio a todos los que pasan, a mí me brincan olímpicamente.
Seamos
justos: no en todos lados la reacción fue mala. Los meseros de los restaurantes
de Mazaryk me ofrecen la carta, me dicen buenas tardes; los gerentes de un
casino me invitan a pasar; los dependientes de una heladería me sirven de
inmediato.
Es
la gente común la que reacciona con más racismo. Entro a una tienda de ropa
deportiva y me pongo a mirar playeras y pants. Cuando me nota, inmediatamente
una mujer le ordena a su hijo: hazte para acá, pero como el niño sigue jugando
de panza en el suelo, le repite la orden con una voz en la que ya se adivina la
alarma, mientras me mira de reojo.
Decido
terminar de arruinarle el fin de semana al acercarme. En ese momento prefiere
salirse del lugar con paso rápido, ordenándole a su esposo y a sus hijos:
¡vámonos, vámonos!. Me sorprende entonces descubrir que el sentimiento que vi
en sus ojos no era asco, molestia o fastidio. Era, simple y sencillamente,
miedo.
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