jueves, 19 de mayo de 2016

Alfabeto racista mexicano (III)

La homogeneidad racial es la fantasía de una élite, un discurso, contra la pluralidad social, política y cultural que nunca ha dejado de existir, cuyo propósito es fijar una imagen única de los mexicanos.

| Diccionario Racismo



F de Federico

El día en que nací, una tía acomedida felicitó a mi madre con las siguientes palabras: “Por suerte no salió tan morenito”. La pulla me colocó de lleno en la dolorosa historia de la escala cromática de mi familia (ver Colores).
En efecto, mi mamá era la “More” de su casa, y ese cariñoso epíteto racial la colocaba por debajo en la escala de belleza y orgullo familiar de sus hermanas las “güeras”. El cabello de la More era “malo” (un término que se aplica en todo nuestro continente a las conformaciones capilares que no se ajustan al ideal lacio y claro de la blancura), lo que justificó brutales ataques a su dignidad personal por parte de un tío, quien la hizo rapar contra su voluntad en una peluquería de varones al menos en dos ocasiones. Por cruel ironía, ella había sido bautizada con el nombre del pariente agresor.
Escuchar estas y otras anécdotas de la discriminación racial de que fue víctima mi madre cuando no podía ni sabía defenderse, y constatar las profundas heridas que dejaron en la imagen que tenía de sí misma, me hizo crecer con la convicción de que México era y es un país brutalmente racista, y que esta violencia, como tantas otras formas de agresión, se ejerce de manera particularmente cruel entre parientes y amigos. Tal vez su caso fue extremo, pero estoy seguro que no tiene nada de excepcional en el México de mediados del siglo XX, ni en el actual.
Recuerdo que cuando tenía seis años un fotógrafo de fiesta se negó a tomarme una instantánea al lado de mis primos “güeros”, argumentando que yo no era suficientemente bonito. Pero, sobre todo, quedó marcada en mi memoria la airada y dolorida reacción de mi madre. Ella seguramente trataba de protegerme del tipo de desprecio que había sufrido, pero sólo consiguió que todo el incidente me resultara más humillante.
Esa convicción se comprobó cuando mis amigos de adolescencia, alumnos de escuelas progresistas e ilustradas del sur de la Ciudad de México, me bautizaron con una serie de apodos racistas, aludiendo a mi parecido a personajes indígenas del cine nacional y a ciertos monolitos prehispánicos, combinados, como debía de ser en nuestro régimen multidiscriminatorio (ver Discriminación), con el uso del femenino que ponía en duda mi hombría. Debo señalar que todos practicábamos las burlas más diversas a nuestros amigos por ser gorditos, narigones, tener muchos barros, o por sus supuestas preferencias sexuales, o cualquier otro rasgo que los diferenciara. Algunos de esos amigos, sin embargo, también utilizaban la palabra “indio” como un insulto, lo que implica que la dimensión racial tenía un peso particular en su imaginario, o más bien en la total falta de imaginación con que regurgitaban los prejuicios del medio, pese a la educación marxista y activa que recibían. Todavía recuerdo la vehemencia con que uno de ellos argumentaba que “indio” sí era un insulto legítimo, pues había aborígenes muy primitivos; lo mismo que “maricón” porque los “putos”… (no pienso repetir aquí sus argumentos homófobos).
No pretendo afirmar que estas discriminaciones hayan pasado nunca de la humillación personal. Mi madre pudo estudiar y desempeñarse con gran éxito en la profesión que eligió. A lo largo de mi vida, mi condición de miembro de la clase media me ha abierto mucho más puertas de las que me pudo haber cerrado mi color de piel “no tan morenito”. Después de todo, en la década de 1980 y 1990, como decía un amigo de entonces, había dos cosas absolutamente fáciles para los jóvenes clasemedieros con un mínimo de educación (aunque quizá no tanto para las mujeres, pero eso no era algo que nos preocupara entonces): publicar nuestros textos en revistas literarias y fumar mariguana.
Hablando de puertas, sin embargo, hasta hace pocos años, cada vez que me ponía huaraches, los guardias que vigilan los edificios privados me examinaban de pies a cabeza con insolencia y me preguntaban con tono insultante por qué motivo me atrevía a penetrar en las ciudadelas de privilegio que les tocaba custodiar. Sospecho que mis amigos más “güeritos” no eran tratados con el mismo desprecio, aun cuando vestían las mismas ropas informales, pero no he realizado el experimento social correspondiente. Tampoco sé si la cosa sigue siendo así, porque, la verdad, dejé de ponerme huaraches. Como tantos otros morenos y “no tan morenos” mexicanos preferí gastar un poco más en zapatos y ahorrarme las humillaciones. Sin embargo, en la R de Respeto discutiré varias encuestas que demuestran que en nuestro país la confianza, la respetabilidad y la honestidad se asocian más fácilmente con personas de tez clara.
En suma, estas historias de racismo familiar y amistoso no han tenido consecuencias políticas o sociales, no son la base de un régimen de apartheid ni han derivado en linchamientos. Tal vez algunos podrían argumentar que no son como el racismo gringo o sudafricano que tanto nos gusta invocar a los mexicanos para exculpar nuestras prácticas discriminatorias.
A mí, estas experiencias me han vuelto muy susceptible a cualquier forma de discriminación; un poco paranoico, incluso; excesivamente suspicaz de nuestras formas de burlarnos de los otros, de definir quién es bello y quién no. Tal vez sea por estos complejos personales que defiendo la corrección política que les gusta denostar socarronamente a tantos de nuestros intelectuales. O tal vez sea porque no puedo olvidar que a lo largo de su vida mi madre nunca dejó de sentir el dolor que le provocó la brutalidad de su tío y las distinciones cromáticas de su familia.

G de Güero

“Cómprele, güero.”
“Caite para los chescos, güerito.”
“¿Cómo nos arreglamos, güera?”
Estas invitaciones y sus infinitas variantes se repiten todos los días en mercados y calles, en paraderos y puestos de la Ciudad de México y de tantas otras ciudades del país. No importa que el “güero” invitado a comprar una baratija, a pagar un servicio informal, o a dar una mordida, tenga la piel morena y el cabello oscuro. En nuestras interacciones cotidianas el “güero” es el cliente, el que tiene “la lana”, quien ocupa una posición más elevada en la jerarquía social. En ese sentido el término social no siempre corresponde al color de piel y de cabello al que alude, pero la correspondencia es tan frecuente como para que no pierda su exactitud racial.
Debido a su asociación con el privilegio y con el estatus “superior” de la blancura (ver Colores Whiteness/Blancura), “güero” suele ser un término adulatorio. Ser “güero” es Aspiracional, es “chido”, por eso tantas personas añaden el calificativo a su nombre. El término se utiliza para halagar a alguien y así convencerlo de que pague, seducirla para que preste, chantajearlo para que se moche.
En otras ocasiones, sin embargo, cuando el adjetivo es acompañado por una actitud amenazante o por el despliegue de un arma, llamar a alguien “güero” o peor “güerita”, puede ser mucho más ominoso: la advertencia de que se ha convertido en blanco de violencia.
El diminutivo “güerita” coloca a las mujeres de piel más blanca y de clase social más alta en una posición que es a la vez de superioridad, frecuentemente inalcanzable, y de vulnerabilidad, con frecuencia extrema. En el mundo social mexicano, las güeritas habitan las pantallas de la tele y se exhiben en los espectaculares de la calle, se pasean en los espacios de privilegio y ahí se convierten en imposibles objetos de deseo para buena parte de la población. Sin embargo cuando se suben al metro o incursionan en espacios no tan “reservados” (que por otro lado les pertenecen plenamente) corren el riesgo de convertirse en víctimas de acoso y agresión sexual. Tras nuestra implacable violencia contra las mujeres, además de los complejos machistas y de las prácticas patriarcales, de la impunidad legal y de la complicidad vergonzante de tantos varones, se agazapa también este fantasma racial y de clase: la distinción brutal entre la élite bonita y la mayoría que no lo es, la arrogancia de la primera transformada en resentimiento de la segunda. Ésta no pretende ser ningún tipo de justificación, simplemente una radiografía de nuestras escisiones fenotípicas y sociales.
Por eso podemos decir que lo que da la fuerza social al término “güero” es la distinción que confirma, la manera en que nos recuerda en que hay mexicanos que lo son y otros que no.
Claro que existen los “güeros de rancho”. Esta expresión es el equivalente nacional de la brutal categoría de white trash (basura blanca) con que se desprecia en Estados Unidos a los blancos pobres, una clase baja que no tienen ni siquiera el encanto multicultural de la diferencia racial. Sin embargo, su carácter paradójico también comprueba que los rubios pobres son considerados excepcionales en nuestro país, y en su honor nos encanta tejer leyendas de prolíficos invasores franceses y de curas poco célibes.
(En el artículo de K de Kapitalismo discutiremos los colores de piel que asume la desigualdad económica en México, y la increíble y triste historia de la niña güera que pedía limosna en Guadalajara.)

H de Homogeneidad racial

A fines del siglo XIX los varones educados, adinerados, serios e inteligentes que tenían que tomar esas determinaciones decidieron que si México quería participar en el “concierto de las naciones civilizadas” como las potencias de Europa y de América del Norte, y también como el emergente imperio japonés, debía aspirar a alcanzar la homogeneidad racial que los caracterizaba. Según las palabras de nuestros políticos e intelectuales, y de acuerdo con las acciones de los regímenes porfirista y revolucionario a lo largo de más de cien años, homogeneizar racialmente a México en una nación mestiza era indispensable para que pudiéramos progresar.
Según dice el lugar común de nuestra historia, y celebran muchos intelectuales, esta ansiada homogeneización del pueblo mexicano se ha logrado de manera exitosa por medio del mestizaje. Sin embargo, esto no es más que una ilusión o, peor, una mentira.
No pretendo negar que el México de 1970 era significativamente más uniforme que lo que era la nación de 1850, aunque en los últimos 50 años se ha vuelto nuevamente diverso. Pero esta gran confluencia no tuvo casi ningún componente biológico o racial efectivo. Ni en ese siglo (ni antes en la historia de México) se juntaron grandes números de mujeres indígenas y hombres europeos y tuvieron hijos racialmente mestizos. La mezcla racial es una leyenda de la historia nacionalista y una ideología de poder en nuestra sociedad, no una verdad histórica (ver Mestizaje).
La unificación de México entre 1880 y 1970 no fue racial. Se logró en primer lugar por medio del idioma. La educación y la administración pública, así como los medios de comunicación, atacaron de manera sistemática a las lenguas indígenas que hablaba la mayoría de la población e impusieron sin cortapisas el español como la única lengua del país (ver Español, lengua nacional). También se logró por medio de la generalización de la ideología liberal entre la población y de las ideas de ciudadanía individual y de progreso económico que la sustentaban. Otro componente fue el guadalupanismo católico.
La gran unificación fue producto, sobre todo, del desarrollo del capitalismo: de la industrialización urbana y del crecimiento de las haciendas y minas en el campo, de las grandes migraciones que produjo la modernización. También fue resultado de las guerras extranjeras, civiles y revolucionarias que hicieron moverse y transformaron a la población.
Sin embargo, la unificación de la lengua, la política, la religión y la economía mexicanas no produjeron nunca, y menos ahora en el siglo XXI, una sociedad realmente homogénea, ni en lo racial, ni en lo lingüístico, ni en lo cultural. El número de mexicanos que hablan una lengua materna distinta al español crece cada día. Igualmente conviven en México muchas maneras diferentes de concebir la política y la participación ciudadana más allá del individualismo y de los partidos políticos. Además nuestro territorio está poblado con una amplia gama de grupos sociales (“indígenas” y “mestizos”) que han encontrado maneras de crear y de defender ámbitos económicos y sociales que escapan a las leyes de la ganancia y la acumulación capitalista. La milagrosa supervivencia de la milpa de autosubsistencia, pese a los ataques incesantes de las reformas neoliberales de los últimos 20 años, es un ejemplo de ello.
El problema con el proyecto de la homogeneización racial mestiza no es que haya fracasado: en realidad nuestras élites nunca quisieron construir una nación de iguales, sino reproducir las diferencias que garantizaban su poder, y modernizar a la mayoría indígena de la población para apropiarse de sus tierras y convertirla en una masa manejable de trabajadores del campo y la ciudad.
El problema es que sigue vivo. A nombre de las supuestas ventajas de la homogeneidad se niegan derechos a los indígenas y también a las mujeres, a las minorías sexuales, a las diferentes religiones, a todos aquellos que no correspondan a los ideales patriarcales y excluyentes de la élite. Los defensores de la homogeneidad no se cansan de buscar y denostar las diferencias condenables que siguen existiendo en México. A nombre de la falsa homogeneidad mestiza y de la pureza democrática, los intelectuales no dejan de despreciar y descalificar las formas de hacer política de la mayoría de la población como clientelares y corporativas (como mostraron en Horizontal Alejandra Leal y Antonio Álvarez Prieto). Cuando en 2006 el politólogo Carlos Elizondo afirmó que en México existen dos “repúblicas” contrapuestas, una moderna, individualista, democrática, eficientemente capitalista y obediente de la ley y la otra atrasada, corporativa, clientelista, aferrada a la economía informal y fuera de la legalidad, no proponía un pacto entre dos formas distintas de ser mexicano, sino clamaba por la eliminación de la república que consideraba inferior. Ya hemos visto la retórica racista que llegan a adoptar en nuestro país los discursos modernizadores que preconizan la necesaria desaparición de grupos y prácticas “caducos”, es decir que son diferentes a los que los intelectuales pretenden tener.
En suma la homogeneidad racial (y cultural) mexicana es una fantasía de una élite ilustrada, y de unos gobiernos autoritarios, que quieren decidir cómo deben ser todos los mexicanos y que transforman la pluralidad y las diferencias sociales, políticas y culturales que nunca han dejado de existir en nuestro país en defectos y en amenazas. Es una forma de intolerancia que se disfraza de modernidad.
http://horizontal.mx/alfabeto-racista-mexicano-iii/#sthash.8mSWA6ZX.dpuf

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