jueves, 11 de septiembre de 2008

Denise Dresser: Normalidad anormal

Mexicanos que se matan los unos a los otros, que se burlan los unos a los otros, que se discriminan entre sí.

En México estos días ya todo es normal. Rutinario. Parte del paisaje. La violencia cotidiana en Ciudad Júarez y las muertas que produce. La impunidad rampante y los cadáveres que permite. La caricatLaura de "Memín Pinguín" y las defensas hiper-nacionalistas que engendra.

La discriminación hacia los que son diferentes y el recelo oculto que revela. Todos los días, a todas las horas, en todos los lugares: los ojos cerrados. Cerrados frente a miles de mujeres acechadas, hombres perseguidos, mexicanos maltratados.

Mexicanos que se matan los unos a los otros, que se burlan los unos a los otros, que se discriminan entre sí. Pensando que eso es normal.

Pensando que así es la vida. Que así es el país. Que la violencia y el odio y la homofobia y el racismo no son motivos de alarma. Que no son problemas profundos que requieren soluciones urgentes.

Que la sociedad sólo enfrenta divisiones de clase más no de raza o de género o de preferencia sexual. Que México no es Estados Unidos, ese país "históricamente excluyente y cargado de racismo". Que México no tiene por qué ser sensible a las denominaciones raciales porque nunca ha sido un país racista.


Nunca ha sido un país excluyente. Nunca ha sido un país intolerante. Dicen aquellos que se erigen en defensores de la caricatura de un hombre negro y lo que representa. Dicen aquellos que ignoran los códigos de conducta del lugar que habitan.

Porque esos argumentos ignoran a millones de mexicanos forzados a vivir a la intemperie. Sin la protección de la ley. Sin el paraguas de la igualdad. Sin el cobertor de la ciudadanía. Sin el arropo de los derechos civiles.

Hostigados por depredadores sexuales, mutilados por secuestradores, asaltados por hombres abusivos, asesinados por su género o su edad o su etnia. Millones de mujeres que viven la violencia y millones de indígenas que padecen la discriminación. Miles de homosexuales que enfrentan la homofobia y miles de discapacitados que sufren el rechazo.

Cifra tras cifra, dato tras dato, expediente tras expediente: allí está la realidad de un país violento, de un país asustado, de un país intolerante.

Un país donde más de 600 personas han muerto en la frontera durante el último año. Donde la violencia se ha adueñado de las calles y las conciencias. Donde las leyes son parte del problema y no su solución. Donde pararse en un alto después de la medianoche produce temor.

Donde millones viven mirando de reojo, cuidándose las espaldas. Donde según lo revela la Encuesta Nacional sobre la Discriminación, 48.4 por ciento de la población no permitiría que en su casa vivieran homosexuales. Donde 42.1 por ciento no permitiría que vivieran extranjeros. Donde 38.3 por ciento rechaza a las personas con ideas diferentes a las suyas.

Donde muchos mexicanos temen a los "otros" por su raza o su color de piel. Donde todo esto es percibido como normal.

La normalidad cotidiana de los asesinatos y los secuestros y las muertas de Juárez. La rutina recalcitrante de los cadáveres encontrados y los policías ajusticiados. El miedo compartido de quienes caminan en las calles de Nuevo Laredo y Ciudad Juárez.

La noción apoyada por 1 de cada 5 mexicanos a quienes les parece "natural" que a las mujeres se les prohiban más cosas que a los hombres. La experiencia común de la violencia familiar.

Los ojos cerrados frente a la pobreza desgarradora. El uso extendido de expresiones derogatorias como "indio" y "naco" y "vieja" y "gata" y "nahual". El odio en las calles y en las casas. Los puños alzados, las pistolas desenfundadas, las miradas esquivas.

Pero esta realidad no agravia lo suficiente. No indigna lo suficiente. No produce los cambios necesarios y las reformas imprescindibles. Porque México vive la anormalidad como algo normal.
Porque las mayorías complacientes ignoran a las minorías marginadas. Porque la peor violencia la padecen los pobres. Porque las mujeres son vistas como ciudadanas de segunda categoría. Porque los indígenas son ignorados hasta que el subcomandante Marcos manda comunicados sobre su condición.

Porque México se cubre los ojos con la máscara de los mitos. Esos mitos fundacionales; esos mitos definitorios. El mito del país mestizo, incluyente, tolerante. El mito del país que es clasista más no racista. El mito del país que abolió la esclavitud y con ello eliminó la discriminación.

El mito del país progresista donde un indio zapoteca pudo ser presidente. El mito del país con instituciones sólidas que vigilan el interés público.

Esas ficciones indispensables, esas ideas aceptadas: el mestizaje civilizador, la violencia redentora, el indio noble, la mujer como Madre Patria, la revolución institucionalizada, el pasado glorioso.

Esas medias verdades que son como bálsamo, como ungüento. Que permiten el perdón de los pecados y la realidad intachable. La realidad aceptable. La realidad "normal". La realidad de un país que no quiere confrontarla. Que se precia de sus buenos modales y su gentileza.

Donde nadie nunca dice "no". Donde todos se besan en la mejilla y se apuñalan en la espalda. Donde el presidente declara que fue "malentendido" cuando se refirió a "los negros" como lo hizo. Donde nadie nunca se declara homofóbico o racista o machista o en favor de la violencia. Donde muchos por acción u omisión lo son y lo están.

Y el pequeño escándalo desatado por "Memín Pingüín" lo revela. La intelligentsia mexicana se levanta embravecida a defender el honor nacional. A defender a la Patria frente a una nueva agresión estadounidense. A decir que México no es racista contra los negros y nunca lo ha sido. A explicar que hoy no hay negros precisamente porque se mezclaron tan bien; porque fueron tan aceptados, tan queridos, tan elogiados. Y por eso se les conmemora con una caricatura.

Con un dibujo divertido que, según dicen, de ninguna manera refuerza los estereotipos negativos que los negros han peleado tanto por combatir. Con un timbre que, según argumentan, no tiene nada de ofensivo. Nada de anti-democrático. Nada de anormal.

Pero ese es el problema. La "normalidad" en México es la "anormalidad" en otras partes. En otros países verdaderamente multiculturales, con políticas públicas que también lo son. En otros sistemas políticos que promueven los derechos y la dignidad de sus minorías.

En otras sociedades con estándares de "corrección política" que en México parecen risibles, pero tienen razón de ser. Las reglas escritas y no escritas, que protegen a los negros y a las mujeres y a los homosexuales y a los indígenas y a los discapacitados tienen razón de existir. Están allí para asegurar todos los derechos para todos. Para prevenir las burlas y los albures y los linchamientos y la violencia. Para crear un país de ciudadanos iguales frente a la ley, al margen de la edad, el género, el grosor de sus labios, el color de su piel, el origen de sus padres, el camino andado.

En México todavía es posible reírse de la fisonomía de los negros; todavía es posible burlarse de la forma de hablar de los indios; todavía es posible descalificar a personas por su nacionalidad; todavía es posible despedir de un trabajo a empleadas embarazadas; todavía es posible discriminar a los discapacitados; todavía es posible matar a una mujer sin recibir un castigo por ello.

Todavía es posible. Todavía es permisible. Todavía es justificable. Se vale. Por la historia o por la tradición o por la cultura o por el ánimo de hacer reír o por la excepcionalidad. Como México no hay dos, dicen. Como "Memín Pingüín" no hay dos; es una creación específicamente mexicana y debe ser apreciada como tal, reiteran.

Pero en lugares donde hay poblaciones negras de peso, ese argumento no sería válido. En democracias liberales con minorías representadas y participativas, esa justificación no lo sería. Alguien con sensibilidad democrática y ánimo cívico hubiera parado la publicación del timbre por considerarlo ofensivo, lastimoso, innoble. Tan ofensivo como la caricatura de un judío con la nariz grande, de un árabe con la piel acaramelada, de un chino con los ojos restirados, de un homosexual con ademanes femeneizados, de una mujer voluptuosa y semi-desnuda.

Tan ofensivo como cualquier clasificación basada en los rasgos distintivos y no en los derechos compartidos. Y si la caricatura en realidad no tiene ninguna carga tras de sí; si de verdad no revela más que el negrito grabado en ella, pues México debería exigir la reciprocidad.

Debería exigir su propio timbre en Estados Unidos. Uno con la efigie del indio pequeño con el sombrero grande, sentado bajo un cactus tomando la siesta. Porque según la lógica de los defensores de "Memín Pingüín", tampoco alimentaría un estereotipo. O si?


Denise Dresser: Normalidad anormalMexicanos que se matan los unos a los otros, que se burlan los unos a los otros, que se discriminan entre sí.
En México estos días ya todo es normal. Rutinario. Parte del paisaje. La violencia cotidiana en Ciudad Júarez y las muertas que produce. La impunidad rampante y los cadáveres que permite. La caricatLaura de "Memín Pinguín" y las defensas hiper-nacionalistas que engendra.

La discriminación hacia los que son diferentes y el recelo oculto que revela. Todos los días, a todas las horas, en todos los lugares: los ojos cerrados. Cerrados frente a miles de mujeres acechadas, hombres perseguidos, mexicanos maltratados.

Mexicanos que se matan los unos a los otros, que se burlan los unos a los otros, que se discriminan entre sí. Pensando que eso es normal.

Pensando que así es la vida. Que así es el país. Que la violencia y el odio y la homofobia y el racismo no son motivos de alarma. Que no son problemas profundos que requieren soluciones urgentes.

Que la sociedad sólo enfrenta divisiones de clase más no de raza o de género o de preferencia sexual. Que México no es Estados Unidos, ese país "históricamente excluyente y cargado de racismo". Que México no tiene por qué ser sensible a las denominaciones raciales porque nunca ha sido un país racista.


Nunca ha sido un país excluyente. Nunca ha sido un país intolerante. Dicen aquellos que se erigen en defensores de la caricatura de un hombre negro y lo que representa. Dicen aquellos que ignoran los códigos de conducta del lugar que habitan.

Porque esos argumentos ignoran a millones de mexicanos forzados a vivir a la intemperie. Sin la protección de la ley. Sin el paraguas de la igualdad. Sin el cobertor de la ciudadanía. Sin el arropo de los derechos civiles.

Hostigados por depredadores sexuales, mutilados por secuestradores, asaltados por hombres abusivos, asesinados por su género o su edad o su etnia. Millones de mujeres que viven la violencia y millones de indígenas que padecen la discriminación. Miles de homosexuales que enfrentan la homofobia y miles de discapacitados que sufren el rechazo.

Cifra tras cifra, dato tras dato, expediente tras expediente: allí está la realidad de un país violento, de un país asustado, de un país intolerante.

Un país donde más de 600 personas han muerto en la frontera durante el último año. Donde la violencia se ha adueñado de las calles y las conciencias. Donde las leyes son parte del problema y no su solución. Donde pararse en un alto después de la medianoche produce temor.

Donde millones viven mirando de reojo, cuidándose las espaldas. Donde según lo revela la Encuesta Nacional sobre la Discriminación, 48.4 por ciento de la población no permitiría que en su casa vivieran homosexuales. Donde 42.1 por ciento no permitiría que vivieran extranjeros. Donde 38.3 por ciento rechaza a las personas con ideas diferentes a las suyas.

Donde muchos mexicanos temen a los "otros" por su raza o su color de piel. Donde todo esto es percibido como normal.

La normalidad cotidiana de los asesinatos y los secuestros y las muertas de Juárez. La rutina recalcitrante de los cadáveres encontrados y los policías ajusticiados. El miedo compartido de quienes caminan en las calles de Nuevo Laredo y Ciudad Juárez.

La noción apoyada por 1 de cada 5 mexicanos a quienes les parece "natural" que a las mujeres se les prohiban más cosas que a los hombres. La experiencia común de la violencia familiar.

Los ojos cerrados frente a la pobreza desgarradora. El uso extendido de expresiones derogatorias como "indio" y "naco" y "vieja" y "gata" y "nahual". El odio en las calles y en las casas. Los puños alzados, las pistolas desenfundadas, las miradas esquivas.

Pero esta realidad no agravia lo suficiente. No indigna lo suficiente. No produce los cambios necesarios y las reformas imprescindibles. Porque México vive la anormalidad como algo normal.
Porque las mayorías complacientes ignoran a las minorías marginadas. Porque la peor violencia la padecen los pobres. Porque las mujeres son vistas como ciudadanas de segunda categoría. Porque los indígenas son ignorados hasta que el subcomandante Marcos manda comunicados sobre su condición.

Porque México se cubre los ojos con la máscara de los mitos. Esos mitos fundacionales; esos mitos definitorios. El mito del país mestizo, incluyente, tolerante. El mito del país que es clasista más no racista. El mito del país que abolió la esclavitud y con ello eliminó la discriminación.

El mito del país progresista donde un indio zapoteca pudo ser presidente. El mito del país con instituciones sólidas que vigilan el interés público.

Esas ficciones indispensables, esas ideas aceptadas: el mestizaje civilizador, la violencia redentora, el indio noble, la mujer como Madre Patria, la revolución institucionalizada, el pasado glorioso.

Esas medias verdades que son como bálsamo, como ungüento. Que permiten el perdón de los pecados y la realidad intachable. La realidad aceptable. La realidad "normal". La realidad de un país que no quiere confrontarla. Que se precia de sus buenos modales y su gentileza.

Donde nadie nunca dice "no". Donde todos se besan en la mejilla y se apuñalan en la espalda. Donde el presidente declara que fue "malentendido" cuando se refirió a "los negros" como lo hizo. Donde nadie nunca se declara homofóbico o racista o machista o en favor de la violencia. Donde muchos por acción u omisión lo son y lo están.

Y el pequeño escándalo desatado por "Memín Pingüín" lo revela. La intelligentsia mexicana se levanta embravecida a defender el honor nacional. A defender a la Patria frente a una nueva agresión estadounidense. A decir que México no es racista contra los negros y nunca lo ha sido. A explicar que hoy no hay negros precisamente porque se mezclaron tan bien; porque fueron tan aceptados, tan queridos, tan elogiados. Y por eso se les conmemora con una caricatura.

Con un dibujo divertido que, según dicen, de ninguna manera refuerza los estereotipos negativos que los negros han peleado tanto por combatir. Con un timbre que, según argumentan, no tiene nada de ofensivo. Nada de anti-democrático. Nada de anormal.

Pero ese es el problema. La "normalidad" en México es la "anormalidad" en otras partes. En otros países verdaderamente multiculturales, con políticas públicas que también lo son. En otros sistemas políticos que promueven los derechos y la dignidad de sus minorías.

En otras sociedades con estándares de "corrección política" que en México parecen risibles, pero tienen razón de ser. Las reglas escritas y no escritas, que protegen a los negros y a las mujeres y a los homosexuales y a los indígenas y a los discapacitados tienen razón de existir. Están allí para asegurar todos los derechos para todos. Para prevenir las burlas y los albures y los linchamientos y la violencia. Para crear un país de ciudadanos iguales frente a la ley, al margen de la edad, el género, el grosor de sus labios, el color de su piel, el origen de sus padres, el camino andado.

En México todavía es posible reírse de la fisonomía de los negros; todavía es posible burlarse de la forma de hablar de los indios; todavía es posible descalificar a personas por su nacionalidad; todavía es posible despedir de un trabajo a empleadas embarazadas; todavía es posible discriminar a los discapacitados; todavía es posible matar a una mujer sin recibir un castigo por ello.

Todavía es posible. Todavía es permisible. Todavía es justificable. Se vale. Por la historia o por la tradición o por la cultura o por el ánimo de hacer reír o por la excepcionalidad. Como México no hay dos, dicen. Como "Memín Pingüín" no hay dos; es una creación específicamente mexicana y debe ser apreciada como tal, reiteran.

Pero en lugares donde hay poblaciones negras de peso, ese argumento no sería válido. En democracias liberales con minorías representadas y participativas, esa justificación no lo sería. Alguien con sensibilidad democrática y ánimo cívico hubiera parado la publicación del timbre por considerarlo ofensivo, lastimoso, innoble. Tan ofensivo como la caricatura de un judío con la nariz grande, de un árabe con la piel acaramelada, de un chino con los ojos restirados, de un homosexual con ademanes femeneizados, de una mujer voluptuosa y semi-desnuda.

Tan ofensivo como cualquier clasificación basada en los rasgos distintivos y no en los derechos compartidos. Y si la caricatura en realidad no tiene ninguna carga tras de sí; si de verdad no revela más que el negrito grabado en ella, pues México debería exigir la reciprocidad.

Debería exigir su propio timbre en Estados Unidos. Uno con la efigie del indio pequeño con el sombrero grande, sentado bajo un cactus tomando la siesta. Porque según la lógica de los defensores de "Memín Pingüín", tampoco alimentaría un estereotipo. O si?


http://www.noroeste.com.mx/opinion.php?tipo=1&id=2704


1 comentario:

Pablo dijo...

Como ser humano, creo que no debemos permitir que se le reste importancia al racismo,como Argentino..como latinoamericano, no puedo ni podemos permitir que no se ataque el problema de raiz, porque sino siempre va a ver discriminacion..
En Buenos Aires aunque la mayoria de las personas no quieren dar cuenta,la discriminacion hacia las personas con bajos recursos se profundiza cada vez mas, y es realmente preocupante, mi opinion es que los gobernantes deberian utilizar todas sus facultades y poderes para educar a las proximas generaciones, ya que los niños son el futuro y de esta manera, educando, se podra erradicar el problema