lunes, 5 de noviembre de 2007

Desafío: Racismo que ciega

02 Noviembre 2007
Actualizado: 10:42 PM hora de Cd. Juárez
Rafael Loret de MolaAnalista político

Distrito Federal— Cada vez son más frecuentes las manifestaciones de xenofobia en las naciones más desarrolladas. Pese a ello, los medios informativos de cada región suelen soslayar el hecho en el mismo nivel como se oculta la violencia en algunas comunidades del país bajo el supuesto de evitar desbandadas por el desprestigio. Lo anterior no es óbice para registrar la tendencia, que salta a la vista, cuando, al mismo tiempo, se insiste en la necesidad de integrar en un mundo globalizado en el que las fronteras sólo producen muertes y no sirven para detener los grandes flagelos de la humanidad: ni el narcotráfico ni el terrorismo.

Los xenófobos, por lo general, abrevan en las fuentes del fascismo aunque ni siquiera lo noten. En los Estados Unidos, en donde los políticos salvaguardan el establishment por considerar que ejerce como baluarte de la democracia universal –pese a ello no explican por qué el modelo permite la sucesión gregaria y el consiguiente éxito de los “trusts” políticos–, el pretexto para encender más los ánimos contra los inmigrantes ha sido, sin duda, las amenazas fundamentalistas que han exaltado el espíritu belicista no sólo de los cuadros oficiales. A partir de septiembre de 2001, tras los bárbaros atentados en Nueva York, fue evidente que se recrudeció un hondo sentimiento de nacionalismo cuyo reverso es, por supuesto, la xenofobia exaltada que lleva a tratar como presuntos delincuentes a cuantos no sean miembros de la comunidad ya no digamos a los extranjeros, incluso los turistas, que jamás están preparados para sufrir, en carne propia, discriminaciones y desplantes.

En la Unión Europea el fenómeno se extiende por otros cauces. La inmigración incontrolable desde áfrica, Europa del Este y Sudamérica, sobre todo, va camino de causar un serio conflicto social. Por una parte, los gobiernos estiman necesaria la mano de obra que les llega del exterior porque se ocupa de las tareas más lacerantes –lo mismo que en los Estados Unidos–, mientras la población nativa goza de ventajas como una mayor remuneración y mejores servicios por labores menos duras. Por la otra, los nacionales se incomodan por el disparo en los índices delictivos y, sobre todo, la arribazón de verdaderas mafias de extranjeros –como las rumanas y las búlgaras–, especializadas en la trata de blancas, el tráfico de cocaína y los robos callejeros. Ello ocasiona, por supuesto, un rechazo automático a quienes se presentan con estas nacionalidades conflictivas aun cuando, por supuesto, la generalización sea por demás injusta.

El hecho es que una buena parte de los delitos de género –en España se han asesinado a sesenta y dos mujeres por sus parejas en lo que va del año–, y de los hurtos registrados en casas habitación son cometidos por inmigrantes. Y ello, por supuesto, enciende las alertas y genera las reacciones xenófobas que se unen a los llamados vindicatorios de los antiguos regímenes fascistas –como el franquismo al que se honra cada 20 de noviembre, la fecha de la muerte del ominoso “caudillo”, en el Valle de los Caídos, su inmenso mausoleo–, cada vez más frecuentes y con convocatorias al alza.

No es apresurado decir que el efecto nacionalista, encendido por los regionalismos exacerbados, tiende a acelerar las confrontaciones con buena dosis de violencia, máxime en países con brotes independentistas por doquier. En la pequeña Bélgica, por ejemplo, los flamencos estarían dispuestos a separarse a la primera oportunidad pulverizando todavía más su territorio. Y así en cada uno de los países de una Unión que es defendida globalmente aunque los intentos de desintegración avancen peligrosa y provocadoramente. No se diga en España en donde catalanes y vascos ya no quieren sentirse ni ser nombrados españoles.

Debate.- Las agresiones se repiten y cada vez son más graves. Hace unos días, en el barrio de Chamartín, uno de los de mayor nivel de Madrid y próximo a una de las estaciones ferroviarias de la capital, un grupo de “neonazis”, con suásticas sobre sus chamarras negras y las cabezas rapadas, golpearon salvajemente a cuatro jóvenes extranjeros, dos de ellos de color, sin más motivo que su fobia, esto es, por el solo hecho de habérselos encontrado a su paso. Al publicarse el incidente se sumó la verdad: por el mismo rumbo, esto es, a la salida del metro “Alfonso XIII” –el nombre también cuenta–, se han suscitado decenas de incidentes similares sin que se hayan divulgado. Y sucedió que, luego de una agresión videofilmada en el subterráneo de Barcelona –la de un enloquecido sujeto que pateó a una niña ecuatoriana en un vagón semivacío, con un solo testigo, un muchacho argentino que optó por hacerse el desentendido–, el tema cobró vuelo y volvió a ser “noticia”. De allí la información respectiva.

Pese al hermetismo, justificado para no publicitar a los exaltados y evitar reincidencias según dicen, los hechos se repiten escandalosamente aun cuando las autoridades insisten en el imperativo de integrar para lograr una convivencia pacífica y digna. Nada más alejado de la realidad. Incluso hay una campaña publicitaria que presenta a los inmigrantes como soluciones para cubrir puestos y plazas poco remuneradas pero indispensables, haciendo sentir que sin este apoyo la economía general sufriría un severo quebranto. Lo mismo que sucede en los Estados Unidos respecto a los mexicanos sin cuyos esfuerzos, por ejemplo, no podrían funcionar los servicios públicos en un buen número de urbes.

En España llama la atención el flujo incesante de sudamericanos, sobre todo ecuatorianos, dominicanos, peruanos y ahora colombianos –acaso por otros motivos, como el del creciente tráfico de estupefacientes–. El fenómeno se explica porque para ellos resulta más accesible cruzar el océano y no la inmensidad del territorio continental considerando además los severos obstáculos que encuentran a su paso. Los mexicanos no son un problema migratorio en Europa porque, desde luego, la vecindad con la mayor potencia de todos los tiempos es una especie de aspiradora de ilegales a quienes se deslumbra con los escenarios consumistas, aun cuando se les mantiene en la clandestinidad para ahorrarse buena parte de sus salarios –mucho menores a los de los estadounidenses que realizan las mismas tareas–, en un contaminado ciclo productivo: luego las mercancías, abaratadas, desplazarán a las de México que no pueden competir en igualdad de condiciones sobre todo en costos y precios finales.

La emigración “ilegal” suele ser un buen negocio para los contratantes protegidos por el sector público. La avaricia y la hipocresía se unen.

El reto.- Me preguntan si en México no hay grupos xenófobos que reaviven la hoguera nefasta del fascismo. Y no los hay si nos concentramos en los llamados “skinheads” como distintivos de la intolerancia acelerada por el agobio del terror permanente. En cambio no puede negarse que confrontamos una permanente discriminación como efecto de la profunda división de clases. El desdén hacia las etnias indígenas y los marginados es tan frecuente que ha pasado a ser rutinario, no sólo un tópico sino, sobre todo, la expresión palpable de las grandes simulaciones nacionales.

Son pocos, poquísimos, quienes cuentan con servicio doméstico y son capaces, por ejemplo, de invitar a sus empleados a compartir con ellos la mesa, incluso a comer lo mismo. Bastaría hacer un profundo acto de contrición para corroborar nuestro aserto muy a pesar de los decantados preceptos cristianos que dicen respetar la mayor parte de los mexicanos. La realidad es bien distinta a cuanto se expresa sobre el entramado de las justificaciones.

Del malinchismo que recoge una malhadada sumisión a los foráneos, al chovinismo que exalta los nacionalismos exacerbados no hay más que una delgada línea. Y ésta se rompe a cada rato para mostrar el rostro intolerante de una comunidad cuya pluralidad acaso es fruto de los prejuicios y no tanto de la idiosincrasia regional. Observemos esta perspectiva para, siquiera, no caer en la falacia de negar nuestros propios pecados a la vista de los de los demás.

La anécdota.- En Mérida, la de Yucatán, se da un singular fenómeno que exalta la división clasista. La urbe está, de hecho, dividida en dos: en el sur se agolpan quienes viven en el linde de la pobreza o más debajo de éste; y en el norte, en cambio, surgen los fraccionamientos de lujo con todas las comodidades imaginables y una peculiar fruición por lo ostentoso.

Alguna vez, con motivo del aniversario 450 de la fundación de la llamada ciudad blanca, me permití sugerir, en un espacio compartido con valiosos intelectuales yucatecos incluyendo al extinto Carlos Castillo Peraza y al periodista Eduardo Huchim, compilador del texto –“Mérida, Ayer y Hoy”, Grupo Corme, 1992–, que existía una especie de frontera a lo largo de la calle 47 que marca el final del bello Paseo de Montejo. (Por cierto, que sepamos sólo aquí se honra a los conquistadores, los Montejo, como fuentes del mestizaje). Los ricos no pasan la línea imaginaria de la pobreza salvo cuando deben acudir al centro para realizar alguna gestión; y los pobres sólo se animan a pasarla durante los fines de semana cuando los de altos ingresos se van a las playas.

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